En
esta nota comparto varios párrafos del libro “Democracia deliberativa y salud
pública”, en las cuales abordo el surgimiento de la salud pública en la Provincia
de Buenos Aires (Gómez, 2017).
“Desde
la década de 1870 comenzó a emerger, en lo que hoy es la Provincia de Buenos
Aires, un poderoso sector agroindustrial que generaba sus actividades
productivas, soportado en una extensa red ferroviaria y en una progresiva
expansión de la capacidad comercial del puerto de la ciudad. Este crecimiento
económico y comercial estuvo acompañado, a su vez, por una gran demanda de
fuerza laboral, que propició un explosivo flujo migratorio de personas
provenientes de España, Italia y otros países europeos. En este contexto, la
Provincia de Buenos Aires pasó de tener aproximadamente 300 mil habitantes en
1869 a contar con dos millones en 1914[1]. El acelerado
crecimiento urbano de la ciudad de Buenos Aires se dio a expensas de los
barrios obreros y la expansión de la retícula urbana comenzó a absorber a
pequeños poblados, ubicados previamente en las áreas periféricas. En estas
circunstancias y dadas las limitaciones de la respuesta estatal, la ciudad
comenzó a tener serios desafíos sanitarios. Por una parte, los pantanos
circunvecinos se tapaban con basuras y generaban olores ofensivos y una gran
proliferación de mosquitos. Se comenzaron a observar adicionalmente,
asentamientos con altos niveles de hacinamiento crítico y serios déficits
sanitarios relacionados con una pobre disponibilidad de agua potable y
disposición de excretas, condiciones que permitieron la aparición de diversas
enfermedades infecciosas.
En este contexto, el gremio médico adquirió una creciente influencia
social, soportada en los nuevos descubrimientos y avances en microbiología
médica por parte de Pasteur y Koch, así como en los desarrollos de la
ingeniaría sanitaria. Esta circunstancia explica la alta motivación del gremio
médico para abogar por medidas sanitarias que contribuyeran a la “civilización
y el progreso”. Y para que tales acciones fueran efectivas, el sector médico
propugnaba como necesario centralizar las decisiones sanitarias para garantizar
que tuvieran un carácter “técnico”. Estos esfuerzos se basaban en la convicción
de que el cuerpo médico sanitario constituía un “núcleo profesional en
condiciones de irradiar su talante activo e innovador, no solo al resto del
gremio médico, sino al conjunto de la sociedad” (González, 2005).
Otro
aspecto importante, relacionado con en el surgimiento de la esfera pública y
sociedad civil en la Argentina, fueron las sociedades de socorro mutuo o
mutuales, las cuales han jugado un papel destacado en la vida comunitaria y
social (Pérgola, 2010). Estas agremiaciones se remontan al Virreinato del Río de
la Plata, pero solo comienzan a tener reconocimiento legal en el año 1812, a
través una norma que “facultaba a los colonos para formar comisiones con el
objeto de atender las necesidades de los huérfanos y las viudas, velar por la
educación de los niños cuyos padres habían muerto y custodiar intereses
materiales de los que estuvieron bajo su tutoría” (Pérgola, 2010). Las décadas
subsiguientes fueron testigo del fortalecimiento de estas asociaciones, debido
en parte a que un buen número de inmigrantes había estado involucrado en
movimientos obreros en sus países de origen, lo cual permitió impulsar el
crecimiento y la influencia de las sociedades de socorro mutuo previamente
conformadas y sindicatos como el de la Unión Tipográfica (Cornblit, 1969). Un
buen ejemplo de la capacidad de estas asociaciones para dar una respuesta
solidaria a sus problemas de salud fue la Societá Italiana di Unione e
Benevolenza, fundada en 1858, con base en la cual, gracias a la iniciativa de
sus miembros, se construiría posteriormente el Hospital Italiano, con el apoyo
de la Societá Nazionale Italiana (Pérgola, 2010).
En
1857 se crea la Sociedad Tipográfica Bonaerense como asociación obrera de
carácter mutual que en 1877 se transforma en la Unión Tipográfica Bonaerense, considerada
como la primera estructura sindical moderna en la Argentina y una de las
primeras en América Latina. Un año después de su conformación, esta
organización llevó a cabo una huelga en la cual se reclamaban mejorías en las
condiciones salariales de la clase trabajadora, reducción de la jornada laboral
a 12 horas y prohibición de contratar población infantil menor de 12 años.
Estas reivindicaciones fueron aceptadas por los empresarios, si bien al poco
tiempo las condiciones laborales previas se reestablecieron y el sindicato
desapareció (cedpre, 2010). No
obstante, los resultados de esta experiencia permitieron crear otras
organizaciones de carácter sindical, entre ellas el Sindicato de Comercio
(1881), la Unión Obrera de Sastres, la Sociedad Obrera de Albañiles (1882) y La
Fraternidad (1887), esta última conformada por trabajadores ferroviarios. En
sus inicios, la mayoría de estas agremiaciones sindicales, excepto La
Fraternidad, tenían estructuras organizacionales débiles y carácter
transitorio. A pesar de estas circunstancias, en las últimas dos décadas del
siglo XIX se conformaron más de cincuenta sindicatos y se incrementó el número
de huelgas y protestas (cedpre,
2010).
En
este contexto, uno de los levantamientos sociales más importantes ocurridos en
la ciudad de Buenos Aires fue la Huelga de los Conventillos. Los inquilinatos,
que en esta ciudad se denominaban conventillos, ejemplifican las condiciones de
vida a las que estaba sujeta la mayoría de la clase trabajadora de origen
migrante, en edificaciones de estilo colonial con dos o tres patios interiores,
en donde las familias preparaban alimentos, lavaban la ropa, reparaban
utensilios domésticos y llevaban a cabo diversas actividades comunitarias
(Meik, 2011). Ya desde el año 1871, el diario La Prensa denunciaba que estas
unidades habitacionales eran construidas con materiales de muy bajo costo y que
por ellas se cobraban altos alquileres, con el propósito de recuperar la
inversión en menos de tres años (Ramos, 1999). La precariedad de las
condiciones sanitarias de estos sitios se reflejaba en la escasez de letrinas
para la disposición de las excretas, pues en promedio había una por cada 50 o
más personas. Adicionalmente, los residentes de los conventillos vivían en hacinamiento
extremo, al punto que en cada habitación se alojaban en promedio entre 3,4 y
4,2 personas. Los sitios eran descritos por las mismas autoridades sanitarias
como estrechos, húmedos y con una deficiente circulación del aire (Meik, 2011).
Un cronista de la época se refería a los conventillos en estos términos: “A
menudo entre 20 y 70 personas cuentan con una sola letrina para atender sus
necesidades y las emanaciones amoniacales que se desprenden en su interior
hacen experimentar malestar y lagrimeo a los que penetran en ellas” (Cano, s.f.).
Se estima que la ciudad de Buenos Aires, en 1880, existían 1.770 conventillos
con 24.023 habitaciones, en donde residían 51.915 personas (Meik, 2011), y que
para 1905 había 2.297 conventillos que albergaban alrededor de 229.000
personas, que representaban el 14% de la población de la ciudad (Ramos, 1999).
El
levantamiento social de los residentes de los conventillos se dio en 1907 y en
él participaron aproximadamente 129.000 residentes (Ramos, 1999). El primer
conventillo que se negó a pagar los alquileres fue el de Los cuatro Diques,
ubicado en el barrio San Telmo (Cano, s.f.). Este levantamiento se extendió
rápidamente a otros conventillos de la ciudad, pero la represión del gobierno fue
tan severa que cuatro meses después de iniciado el movimiento había perdido
intensidad. Esta situación se explica en parte por las deportaciones de
trabajadores de extranjeros que lideraban estos movimientos sociales. En
algunos conventillos se aceptaron las demandas de los residentes, sin embargo,
al finalizar ese mismo año, muchos arrendatarios volvieron a subir los
alquileres (Cano, 2015).
Respuesta
social ante el cólera, la fiebre amarilla y la tuberculosis
En un escenario
de crecimiento acelerado de las actividades comerciales porteñas y de la
población, se presentó el brote epidémico de cólera de los años 1867 y 1868, el
cual generó un total de 6.653 muertes. La visibilidad pública que entonces tuvo
el cólera fue mayúscula y se reflejaba en el pánico colectivo que producía la enfermedad
antes del advenimiento de tratamientos médicos efectivos. El diario La Nación
propagaba las noticias acerca de la epidemia en los siguientes términos: “No
somos alarmistas, pero señalamos a la Boca como un foco de infección que es
menester destruir a todo trance […]. La Boca no tiene desagües y su población
se ingurgita sus propios desperdicios” (citado por Álvarez, 2012). De igual
manera, el diario La Prensa denunciaba la falta de acciones institucionales
para controlar la diseminación de la enfermedad y abogaba por acciones
sanitarias que eliminaran las cloacas y mejoraran la disponibilidad de agua
potable.
Como
respuesta a las denuncias públicas, las autoridades construyeron 20 kilómetros
de caños para el suministro de agua, que se potabilizaba mediante el uso de
filtros. Además de estas obras de infraestructura, se impuso el aislamiento
como medida sanitaria, ante la posibilidad de futuras epidemias (Álvarez, 2012;
Veronelli y Veronelli,
2004). Se dieron intensos debates
en los círculos médicos que muy posiblemente permearon a la opinión pública,
acerca de la manera como debía enfrentarse la enfermedad. Por una parte,
persistía la idea en un sector médico de que ella era debida a la presencia de
miasmas, cuya presencia era favorecida por las condiciones atmosféricas del
puerto, mientras, por otra, un sector acogía la postura teórica recientemente formulada
por John Snow en Londres, que explicaba la aparición del cólera como consecuencia
del contagio directo con otras personas enfermas. Así, a partir de los brotes
epidémicos de cólera, se crearon dos instituciones sanitarias: el Consejo de
Higiene (1869) y la Junta Nacional de Sanidad, entidad que generó varias
disposiciones sanitarias para evitar el ingreso de enfermedades transmisibles
provenientes del tráfico marítimo (Álvarez, 2012).
A
pesar de estas acciones públicas, la epidemia de cólera que asoló a Buenos
Aires y a otras ciudades argentinas en los años 1886 y 1887 generó una enorme
presión por parte de diferentes sectores de la naciente sociedad civil
bonaerense para que la institucionalidad sanitaria mejorara aún más su
capacidad de respuesta (González, 2005). Particularmente, ciertos sectores sociales
eran muy críticos de los salarios relativamente altos que recibían los médicos
que trabajaban en las instituciones sanitarias, lo cual contrastaba con la
pobre efectividad de sus acciones. Adicionalmente, eran evidentes los
conflictos entre la tecnocracia médica y los inspectores sanitarios que habían
surgido de estas reformas institucionales. La primera abogaba por una relación
vertical y jerárquica entre el cuerpo médico y los inspectores, idea que
entraba en conflicto con los intereses de diversos sectores políticos, que
veían posibilidades de influenciar sus clientelas políticas a través del
nombramiento de estos cargos (González, 2005).
Otro
caso que ejemplifica el papel de la esfera pública y la sociedad civil en la
conformación de la institucionalidad de la salud pública en Buenos Aires es el
de la epidemia de fiebre amarilla que asoló a esta ciudad en 1871 (Meik, 2011).
Cuando se presentaron los primeros casos de esta enfermedad, la prensa escrita
comenzó a realizar un llamado público para la creación de una comisión popular
que ayudara a enfrentar el problema. Esta situación permitió que los médicos
higienistas ganaran legitimidad como defensores de la salud pública y
consolidaran su autoridad para intervenir en espacios públicos y privados
(Meik, 2011). Muchos asuntos relacionados con la salud pública en Buenos Aires
se comenzaron a divulgar en la Revista Farmacéutica y, posteriormente, en la Revista
Médico Quirúrgica. Estas dos publicaciones y la prensa general le hicieron un
seguimiento a la respuesta institucional al brote epidémico de fiebre amarilla
de los años 1871. Surgió incluso un Boletín de la Epidemia, que solo tuvo
circulación durante el brote. Como no se tenía conocimiento acerca del origen
de esta enfermedad, en este contexto, la prensa escrita pregonaba que esta se
debía a la falta de controles higiénicos para atenuar el impacto de los vientos
e influencias miasmáticas provenientes del Riachuelo y de los conventillos
(Meik, 2011).
La
aparición de la fiebre amarilla dio pie para que algunos periodistas de La Prensa
plantearan la necesidad de involucrar a delegados barriales –incluyendo a
extranjeros– en las decisiones municipales relacionadas con el control de la epidemia.
Adicionalmente, La Prensa impulsó una manifestación popular ante la falta de
respuesta efectiva de las instituciones públicas e hizo un llamado a los
porteños a que generarán propuestas dirigidas a controlar la epidemia en la
ciudad. En la fecha programada, aproximadamente 9.000 personas se manifestaron
en la plaza central de la ciudad, exigiendo que se conformara una Comisión
Popular (Meik, 2011).
Algunos
autores, como Meik, plantean que esta epidemia impulsó el movimiento sanitario
en Argentina, que en esencia fue resultado de la opinión pública, y que la
prensa escrita jugó un papel en la formación de la esfera pública en Buenos
Aires y se posicionó como defensora del bienestar social de un sector
importante de la ciudadanía. La prensa escrita visibilizó con especial interés
las precarias condiciones higiénicas y dio eco a las críticas públicas por la
inadecuada respuesta gubernamental a la epidemia.
Una
vez finalizado el brote epidémico de fiebre amarilla, la prensa abogó por la
construcción de obras sanitarias que le permitieran a la ciudad estar preparada
ante otras posibles epidemias (Meik, 2011), como la de tuberculosis que asoló a
la ciudad de Buenos Aires. Esta enfermedad brinda la posibilidad de entender el
surgimiento de la institucionalidad de la salud pública y su interacción con
una naciente esfera pública, pues entre 1878 y 1889 su tasa de incidencia llegó
a los 300 casos por 100.000 habitantes, cifra que solo descendió por debajo de
170 a partir del año 1933 (Armus, 2007).
Según
muestra Armus (2007), a causa de esta enfermedad se generaron procesos de
medicalización relacionados con el incremento del poder del gremio médico y de
la intromisión del Estado en la esfera privada, al tiempo que la tuberculosis
comienza a ser objeto de preocupación y análisis de la prensa escrita desde
1870, que la vinculaba con asuntos sociales y políticos que iban más allá de
aspectos biomédicos. Y es a partir de este caso que Armus plantea que
La historia de la salud
pública tiende a enfocarse en el poder, la política, el Estado y la profesión
médica. En gran medida es una historia donde la medicina pública suele aparecer
en clave progresista –intentando ofrecer soluciones eficaces en la lucha contra
las enfermedades del mundo moderno– y donde las relaciones entre las
instituciones de salud y las estructuras económicas, sociales y políticas están
en el centro de la narrativa.
Bajo esta mirada, la tuberculosis fue asumida a
finales del siglo XIX como un problema que reflejaba la degeneración social y
la decadencia material, en una ciudad que estaba creciendo de manera acelerada
y caótica, situación que brindaba, a su vez, la posibilidad de generar acciones
colectivas por parte del Estado. Por ello, Armus plantea que en la sociedad
bonaerense surgió un género narrativo utópico que imaginaba y modelaba
escenarios futuros para la ciudad, en los cuales los ideales higienistas y el
control de la tuberculosis estaban claramente presentes. Entre los autores de
este género se destaca Emilio Coni, figura fundacional de la salud pública en
la Argentina, quien publica en 1919 su ensayo: La ciudad argentina ideal o del
porvenir. En este escrito, como muestra Armus, Coni imaginaba una ciudad con
una fuerte institucionalidad sanitaria que permitiera prevenir y controlar
enfermedades como la tuberculosis y así regenerar y fortalecer la “raza”. Coni
visionaba una ciudad sin conventillos, con barrios en donde “la contaminación
física y moral en las viviendas de los trabajadores era un dato del pasado y la
profilaxis de las enfermedades contagiosas había alcanzado su apogeo” (citado
por Armus, 2007). Como se ve, estas miradas están vinculadas al moralismo
utilitarista de Chadwick y a las ideas eugenésicas que surgieron en el siglo
XIX después de Darwin.
Armus plantea que los movimientos sociales que
surgían en las primeras décadas del siglo XX discutían acerca de temas de higiene
pública, pero los planteaban de una manera general, vinculándolas con diversas
manifestaciones de injusticia social, entre ellas, las largas jornadas de
trabajo. Armus documenta que, en el contexto de las iniciativas de control y
prevención de la tuberculosis, una proporción del gremio médico comenzó a tener
un papel dual, burocrático y civil, por ser sus miembros funcionarios de
entidades públicas y, a la vez, de organizaciones de la sociedad civil. En 1901
se crea la Liga Argentina contra la Tuberculosis, la cual ganó protagonismo
especial en 1935 con la primera Cruzada Nacional contra la enfermedad, que aglutinaba
intereses de diversos grupos sociales y políticos y se financiaba con los
aportes de los socios y subvenciones del Estado (González, 2005).
Los casos expuestos ilustran como la institucionalidad de la salud
pública del Estado argentino emerge y se fortalece a partir de sectores
profesionales de la clase media, movimientos obreros y prensa escrita (González,
2005). Fue notoria la articulación entre el Estado argentino y las
agremiaciones médicas, en la concepción de iniciativas públicas en las áreas de
la atención en salud y control sanitario.”
Gómez LF. Democracia
deliberativa y salud pública. Editorial Javeriana, 2017. https://www.jstor.org/stable/j.ctv86dg7w
* La
Editorial Javeriana me ha autorizado compartir algunos extractos del libro.
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